Así que recuerdo con nitidez que un cinco de marzo era invierno; que Facebook decía que era el cumpleaños de mi mejor amiga; y que llevaba un jersey azul oscuro con tres lacitos negros en la espalda, unos vaqueros y un abrigo beige. Me acuerdo del abrigo porque no pude quitármelo en todo el día ya que el frío había extendido su brazo para tocar cada uno de mis huesos hasta llegar al corazón. Y no hablo del frío que se asocia al invierno. Por suerte o por desgracia, en Murcia, en invierno, no se conoce el frío polar. Me había congelado con otro tipo de frío, uno muy distinto y, a la vez, más helador: el del último soplo arrebatado a una vida.
Por más capas y capas de ropa que me pusiera, por más largos abrazos de pésame que me dieran, por más que el invierno en Murcia no exista, a mi me parecía estar en Siberia.
La cosa no mejoró cuando entré en la sala del tanatorio, así que para zafarme del llanto ajeno, y que no se sumara al propio, decidí quedarme fuera, en la calle, sentada en la repisa de una de las ventanas. Sola, como él. Helada, como él. Recordándolo.
Si en Murcia es invierno y no existe el frío, es invierno y escasea la lluvia. Menos ese día. De nada sirvió evitar el contagio de las lágrimas, pues el cielo, empático, lloraba la pérdida como suya, por mí y por todos mis compañeros.
No tengo buena memoria, pero recuerdo que ese día, para mí, fue invierno de verdad. Hizo frío, hubo lluvia.
Recuerdo también el día siguiente porque Facebook decía que era el cumpleaños de mi padre, que lo felicitara. Pero ese día, por desgracia y no por suerte, le robó el protagonismo otra persona. Recuerdo ese día porque la iglesia se caía de gente que ha desaparecido tan pronto como en Murcia volvió a dejar de ser invierno. El seis de marzo el frío menguó y se evaporó la lluvia. El cielo despejado, y tan celeste como en verano, abría contento sus brazos para acoger al que fue y será la primera persona a la que perdí.
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