La calle estaba fría. Pero no me importaba. Todas las tardes paseaba por ella y me sentaba en el banco de madera, que ya tan familiar me era, y que crujía dándome la bienvenida.
Y allí me quedaba, hipnotizado. Sentado hasta que las farolas se encendían y llegaba el sereno. Escuchando las delicadas y misteriosas notas del piano tocadas por unas manos virtuosas, o eso imaginaba, y que salían de la segunda ventana de la izquierda, la de las largas cortinas rojas; viendo cómo los adoquines se levantaban cada vez que los carruajes pasaban.
Y allí me quedaba. Inmóvil. Escuchando cómo latía mi corazón acelerándose por la melodía. Perdiendo mi vida. Alejándose poco a poco, arrastrada por los vientos del Norte. Sin saber si la música pararía. Sin saber si las cortinas se correrían, si esa puerta se abriría y si algún día, por fin, te conocería.
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