23 abr 2016

A mí que no me regalen rosas, que yo quiero libros

Creo que no puede existir día más bonito que este. El del libro. Conmemoramos la coincidencia cósmica de que dos grandes literatos secaran la tinta de sus plumas, hoy ya hace más de 400 años.
¿Qué seríamos sin la escritura? ¿Qué seríamos sin la lectura?
Yo os lo digo: nada.

Una de las artes más bellas, y el arma más letal, es la palabra. Para mí, un modo de vida.
Los tiempos cambian y las imágenes se imponen frente a las letras, para crear personas que sentencian los libros. Ellos se lo pierden. Me vuelvo un poco Reverte, y me atrevo a llamarlos incultos, porque los libros son la fuente de la que beber.

Yo lo siento, pero no consigo adaptarme. Cuando leo un libro electrónico, la pantalla se me hace demasiado plana y necesito zambullirme en el papel, pasar las páginas, doblarlas, oler el inconfundible aroma de la celulosa, a nuevo, a viejo. El color blanco o amarillento. Escuchar el siseo del lápiz al subrayar las frases que me acarician por dentro.

Leo los libros y veo las películas. Veo las pelis y leo los libros. Y no importa, porque mi imaginación va siempre más allá.

El estado de mi vida podría ser como el de whatsapp: Escribiendo... desde pequeña. Cuentos infantiles, historias de misterio, amor y, ahora, novelas imposibles. Por ello, la profesión más bella es la mía.
Pido prestado libros, y los devuelvo al día siguiente. No por haberlos devorado en una noche, sino porque me vuelvo Gollum y quiero que sean míos, míos, mi tesoro.

Soy una egoísta literaria: celosa de los personajes que descubro, dueña y señora de cada rincón que se describe. El mayor tesoro que guardo es mi biblioteca personal, siempre incompleta.

 A mí que no me regalen rosas, que yo quiero libros.



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