El otro día conocí a la delegada de Médicos Sin Fronteras y me hizo recordar esta historia que escribí hace unos años.***
Me duele todo el cuerpo. Hace un rato que dejé de sentir el hormigueo de las piernas para dejar de sentirlas directamente. El asiento delantero está tan pegado a mí que no me he podido mover en todo el trayecto.
La azafata acaba de
anunciar que vamos a aterrizar y mis ganas de levantarme al baño para estirar
las piernas se esfuman. Después de más de veinte horas de viaje con dos
escalas, lo único que quiero es pisar tierra firme. La lucecita que permite
desabrocharse el cinturón se enciende y espero impaciente a que el resto de
pasajeros recoja sus cosas y baje. Me pongo en pie intentando mantener el
equilibrio y saco del compartimento de arriba, no sin dificultad, el enorme
macuto marrón que me acompañará en mi nueva vida.
La fuerte luz naranja de la tarde y el calor me invaden nada
más bajar del avión. El aeropuerto es pequeño y está lleno de coloridas flores. A lo lejos
puedo ver el Kilimanjaro perdiéndose entre las nubes. No llevo más equipaje, así que voy directamente hacia la puerta de
llegadas.
Hay un grupo de gente esperando con carteles y en uno de
ellos veo escrito con mayúsculas mi nombre: N-O-R-A. Lo sostiene un hombre de pelo muy canoso, supongo que miembro de la ONG, con pantalones largos color caqui con muchos bolsillos y camiseta de manga corta.
Me acerco a él y me presento con la mejor de mis sonrisas:
-Hola, soy Nora. –le digo mientras le tiendo la mano
enérgicamente.
-Claudio –dice en tono seco, estrechándome la mano con
rapidez.-Bienvenida a Tanzania. ¿Vamos? No hay tiempo que perder.
Un "¿Qué tal el viaje?",por educación, no habría estado nada
mal. Parece una de esas personas que tienen un límite de palabras para decir en
toda su vida. Voy dos pasos por detrás de él, pero me distraigo con una enorme
placa que pone: “El Kilimanjaro airport es la puerta de entrada a la vida salvaje
de África”. Cuando me vuelvo, va casi cinco metros por delante de mí, así que
acelero el paso todo lo que el peso del macuto me permite.
Llegamos a una camioneta blanca salpicada de polvo rojizo y
barro, me pide que deje el macuto en la parte de atrás y nos montamos en ella.
Pasamos largo rato sin hablar mientras contemplo el paisaje por la ventanilla.
A ambos lados de la carretera hay árboles de prolongadas ramas, y la tierra
oscura contrasta con el azul tan claro del cielo. Empiezo a ver casas muy bien
construidas de diferentes colores, más coches…
-No me lo imaginaba así –digo de repente rompiendo el
silencio. –No parece que estemos en África.
-¿A qué te refieres? – responde mirando fijamente a la
carretera.
-No quiero parecer superficial pero creía que lo único que
vería serían chabolas, hambre y miseria. Pero esto es…completamente distinto.
Perdona, estoy un poco confusa.
-Eso es lo que más impacta la primera vez que llegas a
Moshi. Hay luz y agua corriente; el lema del país es “libertad y unión”, pero sin
embargo sus niños no van al colegio, ni tienen buenos servicios de salud, entre
otras muchas cosas. Es como un bombón. Esto que ves es el envoltorio, bonito,
brillante pero superficial. Nosotros tenemos el refugio a las afueras y te
puedo asegurar que sí, tenemos buenas condiciones e infraestructuras, pero
también te aseguro que vas a probar el sabor del bombón tal y como esperas que
sepa: al más amargo chocolate. A África pura y dura.
-“Es la puerta de entrada a la vida salvaje de África” –cito
al recordar la placa del aeropuerto. Y esa primera impresión de hombre serio y
seco, que me había dado en un primer momento, desaparece por completo al ver que
me sonríe.
-Exacto. Estamos llegando- dice tras una breve pausa-. Llevas
el pelo muy largo, yo que tú me lo recogería si no quieres acabar con
bichos el primer día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario