15 sept 2015

Tres historias. Un mismo problema.


 Esta noche hay luna llena. Un padre camina sediento con su hija pequeña en brazos, y sujeta como puede, con la otra mano, la bolsa con las únicas pertenencias que ha podido rescatar. Lleva cuarenta y ocho horas andando en busca de un futuro mejor en otro lugar. Esa luna es la misma que puedes contemplar tú si miras el cielo, con la única diferencia de que ellos no se pueden permitir detenerse y contemplarla. 
"Papá, quiero volver a casa" le dice la niña. "Ya no tenemos casa, cariño. Encontraremos una mejor" le responde el padre mientras la abraza con más fuerza.


 El sol abrasador de la mañana dificulta el camino, pero dos hermanos han llegado a la deseada frontera. Si se ponen de puntillas pueden llegar a ver la libertad, a saborear su aire fresco mezclado con la sal de sus lágrimas. En ese momento se acuerdan de sus padres. No han podido acompañarlos debido a que el precio del transporte era demasiado elevado para los cuatro. Cuando creían que por fin todo el sufrimiento había acabado de una vez, los policías los detienen a la entrada. No pueden pasar sin documentación, permiso de residencia o de trabajo. Huir de la guerra solo es una excusa.


 Los efectos de la luna y del sol los ha vivido también una chica joven y embarazada. La primera le ha provocado contracciones, y el segundo, sofocos durante el trayecto en tren. Al llegar a la estación debía bajar y, antes de seguir su viaje, buscar un médico. Sin embargo, se ha encontrado una valla que les impedía, a ella y al resto de los pasajeros, llegar al andén. 


Estas tres historias no tienen nombres ni apellidos; no se desarrollan en ningún sitio geográfico concreto,  pero inevitablemente llevan a pensar en los refugiados sirios. Estas historias me traen recuerdos que no son míos, porque no los he vivido, pero que siento porque pertenecen a generaciones enteras; pertenecen a mi historia.

Presumimos de progresistas y liberales y, sin embargo, lo primero que hacemos es asustarnos -unos se asustan y otros pegan patadas- y cerrar las puertas a cal y canto sin detenernos un segundo a pensar que su sufrimiento es el nuestro, o por lo menos para los españoles lo fue hace casi ochenta años.


No me gusta este mundo al que le veo un fin muy próximo. Un fin no muy diferente al de las distopías que tanto están de moda leer. Una sociedad acabada empezando de cero; que pulse el botón de reset y enmiende sus errores. Por el momento, que se encuentren soluciones rápidas y eficientes. Y lo más importante: que nadie se quede sin acoger.