contemplaba embelesada
al chico guapo,
del otro lado de la sala.
Y el guitarrista,
a la camarera despistada
de la barra.
Todos a oscuras
bebían,
sin control.
Follában,
sin consuelo.
Sin parpadear para ver
la luz
del rayo verde.
Para capturarla,
con un guiño.
Al entrar en contacto,
la sala y la oscuridad
se disuelven
como roca caliza,
áspera y rugosa,
por miles de gotas
a cámara lenta.
Fallas que se resquebrajan,
saliendo despedidas
en direcciones
contrarias,
por la fricción de las pieles.
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